Para mí, Berlín se sentía como la comida que sabe aun más deliciosa cuando uno se muere de hambre. Una ciudad llena de árboles y jardines, que dan ganas de salir a la calle sólo por el gusto de tomar el transporte público y llegar temprano a todos lados. Yo venía de la precariedad, la falta de opciones, la asfixia, la decrepitud político-ideológica. Venía de La Habana, y por eso apreciaba sobremanera ese tipo de cosas que le quitan peso a la existencia.
La vez anterior que estuve había embutido, en apenas 10 días, visitas a la puerta de Brandeburgo, el reloj de Alexanderplatz, la torre de televisión, Checkpoint Charlie, el Reichstag, el Monumento del holocausto, la Catedral de Berlín. „Ah, entonces ahora puedes ir a los lugares cool“, me dijo una muchacha después.
Ahora iba a estar más tiempo. Pernoctaba en Prenzlauer Berg, al Este, que ya no era tanto el barrio de los artistas y los inconformes que había descrito Vargas Llosa en 1998, sino más bien una zona elegante, preferida por las familias para criar a su descendencia.
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Pronto conocí a un par de vecinos: la señora Zipperer, del segundo piso, quien me entregó las llaves cuando llegué; y el señor de al lado, que me pedía disculpas por el ruido, porque las paredes eran muy delgadas y se le escuchaba tocar guitarra los fines de semana.

Aprovechando del ticket de nueve euros que el gobierno alemán ofrecía como alivio debido al aumento de los costes energéticos, me propuse salir y explorar tanto como pudiera más allá de la capital. Para guía me bastaban los algoritmos de mis redes sociales, que empezaron a sugerirme „top de lugares“ … „no te pierdas“.
En los pueblos chiquitos había menos gente que hablaba inglés; se notaba más mi presencia extranjera. Encima, muchas veces andaba en short y tenis, con gafas de sol y el pelo suelto, como una turista.
A finales de agosto me subí a un tren hasta Frankfurt Oder, el „otro Frankfurt“. No fui a ver la Europa Universität Viadrina o el Museo Kleist, ni la estrambótica Fuente Comic. Fui porque quería ver el río Oder, y pasar el puente fronterizo por donde se puede llegar, a pie, hasta la localidad de Słubice, ya en Polonia.
La hierba era del mismo color en las dos orillas – para sorpresa de nadie-, y los patrones timoneaban sus minúsculas lanchas sin preocuparse si estaban del lado alemán o del lado polaco.
¿Cómo explicar mi emoción por aquella aparente nadería?
Simplemente crucé: sin prisa, cediendo al impulso de detenerme a hacer fotos y mirar hacia abajo. ¿Cómo explicar mi emoción por aquella aparente nadería? Es que vengo de una isla; yo nunca había visto una frontera que no fuera el mar.
Las farmacias cambiaron de „Apotheke“ a „apteka“, igual que las „Bibliothek“ a „biblioteka“. Todo lo bonito se condensaba en la calle Jednosci Robotniczej, adonde desembocaba el puente. Fuera de esas pocas cuadras no había más terrazas ni comercios, tampoco macetas colgantes florecidas. Hasta donde alcancé a caminar, Słubice lucía relativamente moderna, medio dormida en el sopor vespertino.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta parte se nombraba Dammvorstadt y pertenecía a Alemania. Después de 1945, el curso de agua se convirtió en la nueva línea divisoria. Les llaman ciudades gemelas, aunque Frankfurt Oder parece más bien la prima rica que conservó la herencia.
En 1991 se estableció el libre visado y, mientras millones de personas pasaban el puente cada año, prosperaron el contrabando y el turismo de compras. La profesora de estudios polacos Dagmara Jajeśniak-Quast denomina esta mezcla de integración y conflictos como „ambivalencias de la simultaneidad“. Los controles fronterizos se eliminaron en 2007, cuando Polonia entró a la Zona Schengen.
Volví a la orilla y me senté en un banco a observar la otra mitad del paisaje. Qué ridículo, en ese preciso momento, acordarme de aquel coro salsero tan popular en los noventa: „Voy a hacer un puente, un puente de manga larga / pa’ que la gente de Miami venga, pa’ que la gente de La Habana vaya“. Junto con las rimas, me pegó una grisura de ánimo.
Demasiadas personas cercanas han atravesado ríos y selvas, jugándosela en el intento de una vida más amable ¿Qué pensarían de mí la hija de la vecina, mi amigo D., mi primo…? Que desperdiciaba otra oportunidad, que era una ingrata y no merecía tanta suerte. Estaba en Europa por cuarta vez, y ahora tampoco me iba a quedar.
„¡¿Pero qué hace esa niña en Polonia?!“
La verdad, me saca de quicio el binarismo migratorio. Al menos en Cuba, la emigración se ve como un proceso duro y traumático, uno se va o se queda. Blanco o negro, sin matices que sí existen cuando uno viaja al exterior por un tiempo y vuelve, por ejemplo; o cuando uno se asienta en un nuevo lugar y mantiene vínculos con el país de origen. En su lugar: El aquí o allá, sin términos medios. O será que ya acepté la imposibilidad del escape; ya me rendí a la profecía del escritor Abilio Estévez? „Un país es una enfermedad que se padece para siempre.“
Después le contaré a mi hermana, y ella no dejará de preguntar, incrédula: „¿Pero nadie te paró? ¿No te pidieron el pasaporte?“. Mi mamá pondrá el grito en el cielo: „¡¿Pero qué hace esa niña en Polonia?!“.
Claro, no sabía que el tren me depositaba ahí en cuestión de una hora – voy más rápido de Berlín a Polonia que de mi casa a la suya, aunque estén en la misma ciudad.
Luego, en el grupo de chat con mi familia una de mis tías recordó aquellos años en que mi abuelo viajaba a Varsovia y otras capitales del antiguo campo socialista. Era un funcionario de una empresa estatal que importaba maquinaria agrícola.

Cuando no hallé más que rumiar, crucé de vuelta, por la acera contraria. Tuve una sensación extraña, parecida a la culpa del sobreviviente: Yo pude viajar y salir de Cuba, mientras otras personas están desesperadas por hacerlo y no pueden. Me consolaba pensando que en realidad no puedo tener culpa del sobreviviente si yo tampoco he sobrevivido: Al final iba a regresar a mi país, yo tampoco he superado toda la precariedad y limitaciones de la vida en la isla.
La insularidad siempre hay que explicarla
Llegué a mi tercer piso en la Hans-Otto-Straβe en Prenzlauer Berg con la sensación de que regresaba de lejos: regresaba al hogar.
El siguiente sábado se repitió el mercadillo de la esquina: vendían salchichas y comida callejera griega, frutas y quesos. No compraba nada, me llenaba sólo con la imagen de la abundancia, el olor a pequeños placeres.
En el curso online de cada sábado en la tarde, como de costumbre, nos preguntaron qué fue lo mejor de la semana. Les dije que crucé la frontera caminando. Entre habitantes de masas continentales, mi hazaña no resultaba extraordinaria. Nunca antes había tenido la posibilidad de hacerlo, expliqué. La insularidad siempre hay que explicarla.
Eileen Sosin Martínez. Graduada de Periodismo por la Universidad de La Habana. Escribe sobre economía, género, sociedad y medio ambiente. Ha publicado en medios de América Latina y Europa. Es alumna del CrossCulture Programme del Institut für Auslandsbeziehungen, ifa.




